“Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera votar…”. En estos términos, un 13 de febrero de hace años, el entonces presidente Roque Sáenz Peña promulgaba la ley 8871 sancionada tres días antes por el Congreso Nacional y que representara una bisagra en la historia electoral argentina.
Hasta ese momento, y con excepción del periodo comprendido entre 1902 y 1904 en que rigiera el sistema anglosajón de circunscripciones uninominales, es posible citar como la primera normativa que fijó un régimen electoral nacional a la ley n° 140 del 16 de septiembre de 1857. Por la misma se creaba un Registro Cívico Nacional a cargo de las municipalidades, en el cual los ciudadanos que quisieran votar debían anotarse, hecho lo cual se les entregaba una boleta de calificación con las constancias personales y que permitía la emisión del sufrago ante las mesas. En cuanto al acto comicial en sí, el voto era público y se emitía en forma verbal o entregando una papeleta abierta con el nombre del candidato, lo que representaba una indudable presión sobre el elector. Además el sufragio no era universal sino que solamente se confería a quienes poseían la calidad de propietarios o eran alfabetos -entre otras limitaciones- e igualmente no era obligatorio emitir el voto. Todo ello, sumado a deficiencias en el padrón que se utilizaba y a algunas prácticas fraudulentas, hacía que la participación en los comicios fuera escasa y limitada siempre a los mismos grupos.
Como notas características de este primer sistema electoral, merecen señalarse las siguientes: a) si bien para poder votar era menester estar inscripto en el Registro Cívico, ese trámite dependía -en última instancia- del criterio que guiara a las Juntas Calificadoras; b) la elección duraba tres días consecutivos; c) la mesa receptora de votos era a la vez escrutadora; d) el sistema electoral era el del escrutinio mayoritario puro y simple, mediante el cual, el elector votaba por una lista conteniendo la totalidad de cargos a cubrir y la que obtenía la simple mayoría se adjudicaba el total de bancas en juego, cualquiera fueran los votos logrados por las restantes listas, las que quedaban así sin representación, aun cuando la diferencia con la segunda fuera ínfima o que la suma de todas las minorías alcanzara una cifra que duplicara o más el caudal de la primera.
Se destaca que posteriormente la ley n° 623 del 18 de septiembre de 1873 introdujo modificaciones al sistema vigente, posibilitando por primera vez, la presencia de quienes hoy se denominan fiscales de los partidos políticos, al permitir la asistencia de “representantes” de las fracciones participantes en el acto eleccionario, “para que estando cerca de la mesa, haga en su nombre las observaciones que sean justas, especialmente sobre la identidad de las personas”. Igualmente el sufragio tenía lugar mediante boletas de papel en blanco, impresas o manuscritas, donde constaba el número de inscripción del votante en el Registro y su nombre y apellido, así como el de las personas por quienes votaba, con lo cual, si bien se mantenía el sufragio público, se suprimía el voto “cantado”.
2° Los lógicos reclamos que tal sistema generaba, originaron los planteos que el radicalismo a través de Hipólito Yrigoyen manifestara públicamente, exigiendo un cambio en el régimen electoral y amenazando con la abstención para los próximos comicios. Según señala Luna, durante septiembre de 1910, ejerciendo el Poder Ejecutivo José Figueroa Alcorta quien completaba el mandato del fallecido Manuel Quintana, hubo dos entrevistas secretas entre Yrigoyen y el futuro presidente Roque Sáenz Peña, al cabo de las cuales éste se comprometió a lograr que el Congreso sancionara una nueva legislación en la materia. Pero al mismo tiempo, Sáenz Peña ofreció al caudillo radical dos ministerios en el nuevo gobierno, lo que fuera rechazado por Yrigoyen con una frase que hoy resultaría difícil de escuchar: “La Unión Cívica Radical no busca ministerios. Únicamente pide garantías para votar libremente”.
Lo cierto es que tras su asunción como nuevo presidente el 12 de octubre de 1910, Sáenz Peña elevó al Congreso un primer proyecto tomando como registro electoral el padrón militar en reemplazo del anterior listado de electores confeccionado en ocasión de cada uno de los comicios, lo que de por sí representó una significativa depuración en el sistema, asegurando mayor transparencia; y finalmente remitió un segundo proyecto modificando el régimen electoral, el que sancionado por el Congreso el 10 de febrero de 1912 como ley 8871, se conocería públicamente como “ley Sáenz Peña”.
El flamante régimen introdujo en nuestro país el sistema Grey de voto limitado o lista incompleta, mediante el cual el elector debía votar por una lista que solamente podía contener los dos tercios del total de cargos en juego, asegurando así un tercio de los mismos a la primera minoría. Pero además, la ley estableció las tres características que habrían de perdurar hasta la actualidad: por una parte, se consagró el sufragio universal eliminándose las proscripciones hasta entonces vigentes -a excepción del impedimento para el voto femenino- y permitiendo el acceso al acto electoral de la gran masa del pueblo; además, se aseguró el secreto del sufragio a través del triple mecanismo del cuarto oscuro, sobre cerrado y urna; y finalmente se fijó el carácter obligatorio para el votante, previéndose sanciones para quien incumpliera con este derecho-deber.
La nueva ley se utilizó como experiencia para la elección de gobernador y vice en la intervenida provincia de Córdoba, el 31 de marzo de 1912; pero en el orden nacional, la primera elección bajo dicho régimen tuvo lugar el domingo 7 de abril del mismo año, en ocasión de elegirse diputados y electores de senador por la Capital.
No hay dudas en torno a la trascendencia de la ley Sáenz Peña que significó un avance en materia electoral, si bien no logró erradicar totalmente algunos de los aberrantes procedimientos que el fraude entronizara en ciertas épocas de nuestra historia, pero que no fuera exclusivo patrimonio nacional, como lo demuestra la situación que describe Tewfik El-Hakim: “El muchacho prosiguió: mi actitud frente a las elecciones siempre había sido esa: dejar libertad absoluta a todos para que voten como les parezca hasta el final del proceso. Luego, llevarme tranquilamente la urna, arrojarla al canal y sustituirla con la que habíamos preparado a nuestro antojo”.
Hoy no están en discusión los caracteres de universalidad y secreto del sufragio que la citada ley instrumentara; pero no ocurre lo mismo en torno a la obligatoriedad del voto, que tuvo su justificación al tiempo de entrar en vigencia la ley 8871, habida cuenta que con ella se pretendía hacer cesar la indiferencia cívica que el anterior sistema generaba, tal como se señalara. Nuestro país es uno de los pocos que aún conserva la obligatoriedad en materia electoral y si bien se han escuchado voces proponiendo su modificación, ello no es hoy viable dado que a partir de la reforma constitucional de 1994, el art. 37 ha incorporado entre los caracteres del sufragio, precisamente la obligatoriedad, por lo cual tal reforma sólo sería viable a través de una nueva enmienda a la Ley Fundamental.
En los momentos actuales, en que ya se vislumbra la campaña electoral con vistas a los comicios del corriente año, sería oportuno que se adoptaran todas aquellas medidas tendientes a mejorar la calidad del sistema electoral, tal como reiteradamente se anunciara en cada anterior campaña pero que luego, indefectiblemente, quedara simplemente como expresiones demagógicas, como por ejemplo ocurre, en el ámbito de nuestra provincia, donde aún sigue rigiendo, inexplicablemente, el obsoleto y perverso sistema de cuociente creado en 1945. En tal sentido un avance ha sido el de la boleta única de papel a nivel nacional -si bien algunas provincias ya cuentan con sistemas similares- así como la posible incorporación de la denominada “ficha limpia” que impide el acceso a los cargos públicos a los condenados por determinados delitos, proyecto frenado en el propio Congreso.
Como destaca Fayt, “La ley 8871 ha sido calificada de segunda constitución nacional”, en tanto que Sáenz Peña supo depositar “en manos del pueblo una herramienta útil para el trabajo cívico. Sabía que la democracia es un proceso sin término. Tal vez un reflejo de la conciencia humana. De ahí la inconmovible perennidad de su gloria”.
