dom. 9 de noviembre de 2025
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Lectura de Domingo:

“Representación política y ‘candidaturas testimoniales'” por Carlos Baeza

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“Los embusteros son la causa de todos los delitos que se cometen en el mundo” (Plutarco)

Desde siempre he sostenido, tanto desde la cátedra universitaria como en publicaciones de mi autoría, que la representación popular que los Padres Fundadores plasmaron en el texto constitucional sancionado en 1853, se ha convertido en una falacia institucional en la cual ni los diputados representan al pueblo ni los senadores a las provincias y a la CABA, merced a la irrupción de un actor que vino a mediar entre electores y elegidos.

1° Dada nuestra forma republicana, la soberanía reside en el pueblo pero este no la ejerce directamente sino que delibera y gobierna a través de los representantes que elige mediante el sufragio universal en forma periódica (arts. 1, 22, 31 C.N). No está en discusión, entonces, el hecho que el pueblo no delibera ni gobierna en forma directa sino que lo hace a través de representantes. Pero el problema aparece cuando debe precisarse quiénes invisten ese carácter y el solo análisis tanto de la Constitución Nacional como de la legislación complementaria de la misma, revela la falacia que anticipamos.

El art. 44 del texto constitucional dispone que “Un Congreso compuesto de dos Cámaras, una de Diputados de la Nación y otra de Senadores de las provincias y de la Ciudad de Buenos Aires, será investido del Poder Legislativo de la Nación”. De allí que el art. 45 establece que la Cámara de Diputados se compondrá de representantes elegidos directamente por el pueblo de las provincias y de la Ciudad de Buenos Aires, y a simple pluralidad de sufragios; en tanto el art. 54 estipula que “El Senado se compondrá de tres senadores por cada provincia y tres por la Ciudad de Buenos Aires, elegidos en forma directa y conjunta” Sin embargo y a poco que ampliemos el panorama no solo en torno a la Ley Fundamental sino especialmente a la Ley Orgánica de los Partidos Políticos, podrá advertirse lo que venimos sosteniendo y que no es un problema exclusivo de nuestra organización política.

2° Ante todo destacamos que el art. 38 de la C.N al tratar de los partidos políticos dispone que a ellos compete “la postulación de candidatos a cargos públicos electivos”; en tanto que ratificando esta concepción el art. 2° de la ley 23.298 que regula la organización de los partidos políticos, claramente enuncia que “Les incumbe, en forma exclusiva, la nominación de candidatos para cargos públicos electivos”. Finalmente ello se complementa en el caso de los senadores nacionales cuyo número luego de la reforma constitucional de 1994 es de 3 miembros por distrito, ya que para su distribución se dispone que corresponderán “dos bancas al partido político que obtenga el mayor número de votos, y la restante al partido político que le siga en número de votos” (art. 54). De tal forma se advierte fácilmente que el monopolio de la representación en cabeza de los partidos políticos hace que ningún ciudadano pueda postularse para cargo electivo alguno en forma individual sino que obligatoriamente debe hacerlo a través de su pertenencia a un partido político.

Este desplazamiento de la representación popular a la de los partidos políticos ya fue señalada con certeza por Duverger quien afirma que la concepción de la representación ha sufrido una profunda transformación debido a la aparición y desarrollo de los partidos políticos, ya que hoy no se trata de una suerte de dialogo entre el elector y el elegido, sino que entre ellos se ha introducido un tercero que modifica sustancialmente la naturaleza de esa relación y en consecuencia, antes de ser elegido por sus electores, el representante debe ser elegido por su partido con lo cual los electores no hacen más que ratificar esa selección. Por tanto quien resulta así electo ya no representa ni a sus electores, ni a su circunscripción, sino lisa y llanamente al partido que representa; y por eso el parlamento no es sino el recinto en el que se encuentran los representantes, no del pueblo como dice la Constitución, sino de los partidos políticos.
Y en la misma sintonía sostiene Loewenstein que ninguna constitución refleja ni remotamente la arrolladora influencia de los partidos políticos en la dinámica del proceso del poder, que yace en el hecho de que son ellos los que designan, mantienen y destruyen a los detentadores del poder en el gobierno y en el parlamento. Por tanto, “será expresamente ignorado el hecho de que los diputados estén delegados en la asamblea a través de las listas de candidatos de los partidos y que, según el tipo gubernamental imperante, estén sometidos a las instrucciones y a la potestad disciplinaria de los partidos. Se repetirá hasta la saciedad la mística espuria de que el miembro del parlamento representa a la nación entera, siendo el resultado práctico que el diputado pueda cambiar de partido según su voluntad, sin tener que temer que sus electores le pidan cuentas por ello”.

Finalmente cabe igualmente citar a Weber quien afirma que esta característica se aprecia modernamente en los Parlamentos a través de la acción de los partidos políticos ya que éstos “son los que presentan los candidatos y los programas a los ciudadanos políticamente pasivos y por compromiso o votación dentro del Parlamento crean las normas para la administración, la controlan, apoyan gobiernos con su confianza y los derriban también cuando se la rehúsan de un modo permanente, siempre que hayan podido obtener la mayoría en las elecciones”
3° Despejado este aspecto cabe finalmente considerar una cuestión ética y que encuentra sustento, precisamente, en lo ya analizado en torno a que ni los diputados representan al pueblo ni los senadores a las provincias, sino que unos y otros sólo representan a los partidos políticos que los postulan en sus boletas electorales, y por ende esa situación les facilita estar hoy en un espacio y mañana en otro, sin tener que rendir cuentas de su accionar. Como lo destaca Weber, el representante no se encuentra ligado a instrucción o mandato alguno de sus electores, sino que sólo debe responder a sus propias convicciones, lo que lo convierte así “en el ‘señor’ investido por sus electores y no en el ‘servidor’ de los mismos”.

Lamentablemente, sostener los principios éticos y programáticos que una vez llevaran a los argentinos a integrar los partidos políticos, ha dejado de ser un atributo de civilidad y, particularmente desde 2001 cuando al grito de que “¡se vayan todos!”, se produjo la desaparición de esas instituciones indispensables del sistema democrático, para dar paso a fugaces alianzas de viejos enemigos en procura de una banca que les posibilite desarrollar algunas “habilidades” bajo el manto protector de la legislación electoral. Así aparecieron los “garrocheros” quienes utilizan su cargo para saltar sin sonrojarse a otra alianza que no fue la que le permitió acceder a la política, lo que lleva a preguntarse: ¿qué los motivó a desertar para aliarse a otro partido? ¿Cómo se puede en tan poco tiempo cambiar de ideología? Cualesquiera sean las respuestas, lo cierto es que actitudes como estas son las que en las encuestas revelan el rechazo general -no a la política- sino a estos traidores, en el sentido de la Real Academia que define a la traición como la “Falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”, equiparable a “alevosía, infidelidad, engaño, felonía, falsía, perjurio, complot, maquinación, conjura, vileza, infamia, insidia, ingratitud, delación”. Por eso, te pregunto a vos, “garrochero” nacional, provincial o local, ¿pensás que después de tu cambio de camiseta, algún ciudadano volverá a confiar en vos que en campaña le prometiste defender los principios del partido político que te sacó de tu anonimato domiciliario para convertirte en “funcionario” y ahora descubre que solo sos un garca más de la politiquería vernácula?

De tal forma y así acotado, el elector en el cuarto oscuro, deposita su confianza en ciertos candidatos, tanto como por lo que de ellos espera en función de la representación que asumirán, como por las ideas y programas a los que dicen adherir y prometen con igual énfasis defender. De allí que nosotros, como electores, solo somos quienes cada dos años gozamos del “sagrado privilegio de votar por un candidato que eligieron otros” (Ambrose Bierce) Sin embargo, no solo la utilización de “la garrocha” es el único vicio electoral sino que mayor tropelía resultan ser las denominadas “candidaturas testimoniales”, esto es, el accionar de algunos políticos que se postulan generalmente para un cargo legislativo y luego de obtener las mayorías necesarias que le permiten ese acceso, o lo abandonan luego de su asunción o incluso antes de ello, para desempeñar cargos ejecutivos, como acaba de suceder en los últimos comicios con Diego Santilli y Manuel Adorni. El primero, quien se postulaba como candidato a diputado nacional por la provincia de Buenos Aires en 3er. lugar de la lista de La Libertad Avanza y que por la renuncia de José Luís Espert (1° candidato) y tras una acción judicial pasó a encabezar esa lista, obtuvo un resonante triunfo; y lo mismo aconteció con Adorni quien igualmente resultó ganador en el mismo espacio político como legislador de la CABA. Ambos sostuvieron en los medios que asumirían esos puestos pero cuando aún restan más de 40 días para tal ocasión, los mismos declinaron sus cargos en virtud que el Poder Ejecutivo les ofreció al primero, el Ministerio del Interior, y al segundo, la jefatura de gabinete.

Frente a los cuestionamientos de tal accionar, ambos funcionarios esgrimieron que no se trataba de “candidaturas testimoniales” ya que cuando aceptaron el ofrecimiento de postularse como legisladores, en su interior estaba el propósito de asumir como tales, pero que no pudieron rechazar los ofrecimientos del presidente Milei para con quien se sentían obligados a colaborar. En primer término, la “candidatura testimonial” existe cuanto alguien obtiene un cargo legislativo por elección popular y sin llegar a asumirlo lo abandona y acepta otro ofrecimiento de un puesto en el Poder Ejecutivo. No interesa si en su fuero íntimo pensaba cumplir con sus electores o si por el contrario, ya había decidido no hacerlo, pues no es posible conocer tales futuras acciones que solo existen en la conciencia del candidato. Lo cierto es que ambos incumplieron el mandato popular de sus electores que les brindaron su apoyo a través del sufragio y a quienes no les resulta igual que ahora declinen tales cargos, simplemente porque prefieren no defraudar al presidente aceptando otro ofrecimiento sin importarles haber defraudado ya a sus originales votantes.

Además, fue el propio presidente quien auspició las candidaturas legislativas de Santilli y Adorni y de tal forma no le cabía hacerlos renunciar a las mismas puesto que ello significaba un fraude a quienes los votaron para que ejercieran esas labores legislativas y no otras; amén que siempre podía el presidente elegir a otras personas para las funciones ejecutivas sin lesionar la representación popular que les fuera conferida a los dos mencionados. En síntesis: tanto Santilli como Adorni debieron privilegiar la responsabilidad asumida en los comicios frente a los electores que habían votado por ellos, pero en cambio, abdicaron de sus cargos antes de la asunción para privilegiar su opción por el ofrecimiento presidencial. Y por ello, no interesa cuáles eran sus intenciones en su fuero íntimo las que nunca podrán conocerse, pues si ello fuera lo que definiera a una “candidatura testimonial” de otra que no lo fuera, nunca se daría ese supuesto frente a la posibilidad que todos alegaran que nunca habían tenido la intención de no asumir sus cargos aunque ello no fuera cierto. En definitiva y para un ñoño republicano como el suscripto, cualquiera sea el argumento, lamentablemente estamos ante dos casos de “candidaturas testimoniales” que vulneran la soberanía popular y son una burla a la transparencia electoral.