mar. 3 de diciembre de 2024
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“La integración del Senado” por Carlos Baeza

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La reforma constitucional de 1994 introdujo importantes enmiendas en torno a la composición y funcionamiento de la Cámara de Senadores que, no obstante, no ha servido para erradicar las falencias de representación que ya el texto de 1853 ostentaba.

1° La Cámara Alta, como parte del sistema bicameral, tuvo su origen en Inglaterra cuando para limitar los poderes del monarca, los nobles arrancaron a Juan Sin Tierra la célebre Carta Magna de 1215 en la cual, entre otros aspectos, el rey se comprometía a no aumentar los tributos sin consentimiento de las clases altas. Y para fiscalizar que ello no fuera letra muerta, se conformó un Consejo de 25 barones el que, con el transcurso del tiempo, se transformaría en la actual Cámara de los Lores. Nuestros constituyentes, a fin de concretar el sistema federal adoptado, organizaron una Cámara de Diputados con representación del pueblo y en base a los habitantes de cada provincia; y una Cámara de Senadores como ámbito de representación de las autonomías provinciales, cuyos miembros debían ser elegidos en forma indirecta, pues al igual que ocurría con la elección del presidente -y siguiendo al modelo estadounidense- no se confiaba en la aptitud del pueblo para seleccionar a esos gobernantes. Claramente lo explicaba Alberdi cuando sostenía que “para olvidar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos de que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble y triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo” (Bases, cap.XXII). En EE.UU., sin embargo, a partir de la Enmienda XVII de 1913, los senadores se eligen directamente.

En consecuencia, la Constitución de 1853 organizó una Cámara de Senadores integrada por dos representantes por Provincia y dos por la Capital, elegidos en forma indirecta: los de las provincias, por medio de sus legislaturas y los de la Capital a través de un colegio electoral conformado a ese sólo objeto, dado que el Congreso -que oficiaba de Legislatura local- no podía elegir a dos de sus futuros integrantes. El mandato fue fijado en 9 años, si bien la Cámara debía renovarse por tercios cada trienio, originando que para la primera vez, debiera realizarse un sorteo para determinar quiénes saldrían en el primer y segundo trienio, el que tuvo lugar el 9 de setiembre de 1862. Tal procedimiento fue utilizado igualmente cada vez que un gobierno constitucional sucedió a un régimen de facto o usurpador. La reforma constitucional de 1949 varió el esquema y estableció, por primera vez, la elección directa de los senadores, bajando el mandato a 6 años; en tanto que la enmienda de 1972 consagró también esta forma de elección; redujo el periodo a 4 años y elevó el número de senadores a 3 por distrito, correspondiendo 2 a la mayoría y el restante a la primera minoría.

2° Finalmente, la reforma de 1994 hoy vigente, receptando parcialmente la de 1972, introdujo las siguientes modificaciones: 1° estableció la elección directa de todos los senadores; 2° elevó el número a 3, pero a diferencia de la enmienda de 1972, asignó en forma exclusiva la postulación de candidatos a senadores -y por ende la titularidad de las bancas- a los partidos políticos, al determinar que 2 de ellos pertenecerán al partido que obtenga el mayor número de votos y el restante al que le siga en orden (art.54); y 3° redujo el mandato a 6 años, debiendo renovarse la Cámara por tercios cada 2 años (art.56).

Cabe señalar que, mientras el texto de 1853 atribuía representación a la Capital, la reforma de 1994 confiere los cargos a “la ciudad de Buenos Aires” (art.54), por lo cual, si en el futuro el distrito federal mudara su asiento, el mismo carecería de representación en el Senado; a diferencia de lo que acontece con la Cámara de Diputados en que, expresamente se contempla el caso, al regular la representación “de la ciudad de Buenos Aires, y de la Capital en caso de traslado” (art.45).

3° La reforma de 1994 en cuanto a la integración del Senado ha plasmado en el texto constitucional el monopolio de la representación en manos de los partidos políticos. Ya en otra ocasión hemos señalado que ni los diputados representan al pueblo ni tampoco los senadores a las provincias, como lo establece la Constitución Nacional (arts. 45 y 54) Ello por cuanto el art. 38 C.N al tratar de los partidos políticos dispone que a ellos compete “la postulación de candidatos a cargos públicos electivos”; en tanto que la ley 23.298 regulatoria de los partidos políticos confirma esa potestad al establecer en el art. 2 que “Les incumbe, en forma exclusiva, la nominación de candidatos para cargos públicos electivos” Es decir, que los partidos políticos ejercen el monopolio de la representación política y quienes deseen ocupar algún cargo electivo popular solo podrán hacerlo a través de los partidos políticos. Y ello se ve complementado tal como lo adelantáramos, en el caso de los senadores ya que el art. 54 de la C.N dispone que una vez realizada la elección de los senadores en cada distrito, la representación se distribuirá a razón de “dos bancas al partido político que obtenga el mayor número de votos, y la restante al partido político que le siga en número de votos”. En consecuencia, ni unos ni otros, representan a quienes la Constitución dice sino solo y exclusivamente a los partidos políticos.

4° Finalmente, cabe preguntarse si hoy se justifica el régimen igualitario de representación en el Senado, toda vez que en su génesis se debatió la solución contraria. Para entenderlo hay que recordar que al discutirse la organización del Poder Legislativo en la Constitución de los EE.UU, se habían planteado dos posturas extremas: según el plan de Virginia, el nuevo gobierno debía organizarse en forma proporcional al número de habitantes de cada Estado en ambas cámaras, favoreciendo a los territorios más extensos y económicamente más poderosos; en tanto el plan de New Jersey proponía una representación igualitaria privilegiando a los estados más débiles. La Convención estuvo a punto de fracasar hasta que la solución a tal enfrentamiento provino del plan Franklin, que atribuyó a la Cámara de Representantes una composición basada en la población (a mayor cantidad de habitantes, mayor número de representantes); mientras que asignó a la Cámara de Senadores una representación igualitaria (dos senadores por Estado, cualquiera fuera su extensión o importancia). De allí que nuestros constituyentes siguieron sin más el modelo estadounidense y, sin haberse planteado en el seno de la Convención de Santa Fe un enfrentamiento similar, organizaron un Senado con representación igualitaria entre todos los Estados, sin consideración a la población que cada uno tuviera.

No obstante, al producirse la reforma constitucional de 1860, la cuestión fue claramente advertida. Así, en el Informe de la Comisión Examinadora se dijo: “Algo más, muy capital, podría decir la
Comisión sobre la representación desigual de los pueblos en el Congreso, por la composición especial del Senado; composición que es contraria al principio de soberanía popular; pero esta desigualdad, tomada de la Constitución de los Estados Unidos, que tuvo allí su razón de ser, porque fue una transacción con los Estados pequeños, y que los grandes publicistas han encontrado y encuentran absurda, no es tan urgente corregir como las demás, y aceptadas las anteriores reformas, conviene dejar a la acción del tiempo ilustrar la opinión sobre ella, precisamente por ser la que más interesaría a Buenos Aires, como el Estado más considerable por su población y riqueza”. Y al tratarse el asunto en el seno de la Convención bonaerense, en la sesión del 25 de abril de 1860, el miembro informante de la Comisión, el diputado Vélez Sarsfield sostuvo: “En la composición del Senado había sí, un grande error de grave trascendencia.

Cuando en los Estados Unidos se reunieron por primera vez en un Congreso, la representación fue por Estados; cada Estado tenía un voto. Cuando se reunieron otra vez en Convención, los votos también se trataban por Estado; pero cuando se trató de hacer la Constitución y crear un gobierno general, la representación, como era regular, se estableció por el número de habitantes que tuviera cada Estado: esta era la primera regla del sistema representativo. Pero cinco Estados menores acostumbrados a tener los mismos votos que los Estados mayores en población, no quisieron asistir a una representación según el número de habitantes”

En este sentido, Robert Dahl, considera a esta integración del Senado como uno de los elementos antidemocráticos de la Constitución norteamericana y sostiene que la única razón que la justifica en los sistemas federales es preservar y proteger la representación desigual, esto es, que el número de miembros de este cuerpo no es proporcional a la población de los estados, destacando que la desigualdad en la representación en el Senado significa una violación del concepto democrático de igualdad política entre todos los ciudadanos -un hombre un voto- al conferir mayor poder a un elector de un Estado en detrimento del elector de otro Estado. Ejemplificando la cuestión, advierte que así, los dos senadores de Connecticut representan a 3,4 millones de habitantes, en tanto los dos senadores del vecino Nueva York representan una población de 19 millones, con lo cual la proporción es de 5,6 a 1. Igualmente, con una población en el año 2000, de casi 34.000.000 de habitantes, California tiene dos senadores al igual que Nevada, que sólo cuenta con 2.000.000, por lo que el voto de un habitante de este último vale 17 veces el voto de quien reside en California. Y -señala con precisión- que si bien cierto grado de representación desigual existe en otros sistemas federales, llama la atención que el caso de los Estados Unidos es uno de los más notorios, sólo superado por Brasil y Argentina.

Es que en nuestro caso, la situación se agrava por la inconstitucional ley 22.847 que creó una representación ridícula sin base alguna en el texto de la Ley Fundamental, pero que hasta ahora a nadie se le ocurrió derogarla. Así, tomando por ejemplo la renovación parlamentaria de 1993, se necesitaban para elegir un representante: en Buenos Aires 218.933 habitantes; en Santa Fe 209.988; y en Córdoba 207.531 habitantes; guarismos que no marcan notorias diferencias ni representan desigualdades en cuanto a la relación diputados-habitantes. Pero, en contrapartida, en otras provincias la proporción desciende abruptamente: así para elegir un diputado se necesitaban solamente: en Santa Cruz 28.471 habitantes, y en Tierra del Fuego 21.324 habitantes. Por otra parte, Río Negro, por ejemplo, que triplica en población a Santa Cruz, tiene el mismo número de diputados, al igual que Tierra del Fuego que cuenta con sólo 27.358 habitantes, contra los 383.354 de la primera. De todas formas, siempre existirá, dentro de cada provincia, un grupo de habitantes sin representación: así, sobre la base de un diputado cada 161.000 habitantes o fracción superior a la mitad, la provincia que contara con 161.000 habitantes debería elegir un diputado, al igual que la que tuviera 240.000, con lo cual –en este último supuesto- quedarían sin representación 79.000 habitantes. Ello significa una franca violación del principio de soberanía popular ya señalado: un hombre= un voto.

Pensamos que en la actualidad es menester modificar esta representación igualitaria en el Senado, máxime que en nuestro caso y a diferencia de los Estados Unidos, no contamos con una norma como el artículo V de su Constitución que dispone que ningún Estado podrá ser privado de su sufragio igualitario, precepto que obedeció a las mismas razones de compromiso ya señaladas. La existencia del sistema federal que se encuentra plenamente asegurado en nuestra Constitución de manera alguna exige una representación igualitaria entre todas las provincias; y por el contrario, el original texto que le sirviera de modelo e inclusive la reforma de 1860, se inclinaban francamente por la solución contraria al conferir la representación en ambas cámaras sobre la base de la población de cada Estado local. Se trata de propuestas a considerar en una eventual reforma de nuestra Ley Fundamental y cuya concreción se viene postergando desde 1860, tal como se viera.

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