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“Sistemas electorales argentinos” por Carlos Baeza -4° y última nota-

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Habiendo analizado a lo largo de estas notas los primeros y principales sistemas electorales utilizados en nuestro país, resta considerar otros dos mecanismos que igualmente han sido trascendentes en la vida electoral argentina. Uno de ellos que aún continua vigente a nivel nacional y que si bien merecería una modificación que actualizara su contenido, al menos ha servido como régimen proporcional que, a diferencia de los primeros ya analizados, ha permitido la representación de las minorías. El restante, por el contrario, y si bien solo rige en algunas provincias, ha demostrado su ineficiencia al favorecer -bajo apariencia de una mayor transparencia- un sistema monopólico que contradice principios democráticos electorales.

1° El sistema D’Hondt: Producido el golpe militar de 1955, el gobierno surgido del mismo, con fecha 12 de abril de 1957 y a través del decreto n° 3.838, declaró la necesidad de la reforma parcial de la Constitución Nacional, convocando una Convención a tales fines. Para la elección de sus miembros, la citada norma establecía en sus considerandos que el sistema debía ser “como reiteradamente se ha anunciado, el de representación proporcional adoptando aquel que respete de mejor manera la opinión pública con el máximo de eficacia en cuanto a su resultado y tiempo de realización”. Por tanto, la nueva normativa consagró el sistema de representación proporcional de cuociente, en la variante ideada en 1878 por el belga Víctor D’Hondt y que así se aplicó por primera vez en nuestro país.

Según dicha normativa, cada elector vota por una lista conteniendo el total de cargos en juego, y realizado el escrutinio, el número de votos obtenido por cada lista se divide sucesivamente desde la unidad hasta el total de bancas a llenar. Los resultados así obtenidos se ordenan de mayor a menor, sin consideración a la lista de la que provinieran, hasta llegar al número que coincidiera con el último cargo a ocupar; y esa será la cifra repartidora, determinando por las veces que estuviera comprendida en el total de votos de cada lista, el número de bancas que les corresponden a cada una de ellas. A su vez, dentro de cada lista, las mismas se asignan conforme al orden en que los candidatos hubieran sido propuestos, según las listas oficializadas; y en el supuesto en que un cargo correspondiera a candidatos de distintas listas, se atribuye la vacante al que figurara en la más votada, resolviéndose por sorteo en caso de igualdad.

Pocos días después se dictó el decreto-ley n° 4.034 que, derogando la legislación sancionada en 1951, fijó las nuevas pautas en la materia y cuya reglamentación tuviera lugar por medio del decreto n° 5.762, el cual, entre otras disposiciones, estableció que –a diferencia de la ley Sáenz Peña- los votos se deberían computar por lista y no por candidato; que si una boleta presentaba todos los nombres tachados, se consideraría al voto como en blanco; mientras que si sólo afectaba a algunos candidatos, valdría la lista completa. Pero como nada se dijera en torno al sistema electoral a implementar, el decreto-ley n° 15.099 restableció el sistema de la ley n° 8871, permitiendo al elector efectuar sustituciones en las listas, reemplazando los candidatos por otros que figuraran en alguna de las restantes oficializadas; a la vez que prohibía, en el interior del cuarto oscuro, la existencia de carteles, inscripciones, insignias o imágenes que la ley no autorizara, ni elemento alguno que implicara sugerencia a la voluntad del elector. Bajo este sistema, ratificado por el decreto-ley n° 15.100, se convocó a las elecciones generales del 23 de febrero de 1958 en las que se impusiera Arturo Frondizi; mecanismo posteriormente actualizado a través del decreto-ley n° 15.402 que reiteró la posibilidad de realizar tachas o sustituciones en las boletas, si bien modificando la norma respecto al cómputo de votos, los que desde entonces se contabilizarían por candidatos y no por listas. Luego, el decreto-ley n° 335 del 14 de enero de 1958, reformó la temática de los reemplazos, mientras que el decreto-ley n° 15.099 dispuso que en caso de muerte, renuncia o inhabilidad de un candidato a diputado nacional, elector de presidente o vicepresidente o senador por la Capital, antes de su proclamación, sería sustituido por el que le siguiera en orden de votos de la misma lista oficializada de su elección.

Finalmente, y luego de los acontecimientos ocurridos en 1962 y que llevaran al derrocamiento del presidente Frondizi, el 26 de julio de ese año se dictó el decreto n° 7.164 que reimplantó el sistema D’Hondt y en virtud del cual se eligieran a los electores que consagrarían presidente a Arturo Illia. En la actualidad este sistema se sigue utilizando para la elección de los diputados nacionales, así como en algunas provincias para elegir cargos legislativos locales.

2° La ley de lemas: Debe señalarse que dentro del marco de autonomía que les es propio, las provincias han sancionado diversas normas en la materia, en algunos casos siguiendo los modelos nacionales, y en otros, adoptando sistemas diferentes. Entre ellos se destaca el mecanismo de doble voto simultáneo y acumulativo conocido como “ley de lemas”, que se aplicara por primera vez en 1986 en la provincia de San Luís para elecciones de constituyentes. En 1995 ya eran once las provincias que aplicaban este régimen -algunas ya lo han derogado- a saber: Chubut, Formosa, Jujuy, La Rioja, Misiones, Salta, San Juan, Santa Cruz, Santa Fe, Santiago del Estero y Tucumán. Según dicho régimen se denomina “lema” al partido político y “sublema” al ciudadano o grupo de ellos que representan una fracción dentro del “lema”. El elector, en un mismo acto (voto simultáneo) vota por el “lema” y el “sublema” (doble voto); y practicado el escrutinio y dentro del “lema” ganador, el “sublema” que más votos obtuvo, suma para sí los de los restantes “sublemas” del mismo partido o “lema” (voto acumulativo). A través de este sistema, se reemplazan las elecciones internas de cada partido y en las que sólo votan los afiliados, permitiendo que todo el electorado pueda decidir, en un mismo y único acto, la adhesión a un partido y simultáneamente a un candidato dentro de esa fracción. Como inconvenientes se destacan la mayor atomización de los partidos y, fundamentalmente, que la práctica ha demostrado el triunfo de un candidato que obteniendo en forma individual menor caudal electoral que el de otro “lema”, ha alcanzado la banca en disputa, merced a que su “lema” ha logrado mayor cantidad de votos.

Nuestra Constitución al haber adoptado la forma representativa y republicana, ha instrumentado la periódica renovación de los gobernantes, proporcionando las bases para proceder a esa sucesión, pero dejando en manos de la legislación ordinaria la fijación de los sistemas electorales, esto es, los mecanismos a través de los cuales es posible cuantificar y traducir en cargos o bancas, los votos obtenidos en un acto comicial por los distintos partidos o fracciones intervinientes. Como destaca Loewenstein, entre las técnicas del constitucionalismo se encuentran, en lugar principal, las elecciones a través de las cuales, diversas ideologías que son representadas por candidatos y partidos, luchas por obtener el voto del elector, quien debe poder elegir libremente a sus candidatos. Ello por cuanto la idea del pueblo como soberano detentador del poder no pasa de ser “una estéril y equívoca hipótesis si las técnicas electorales, por medio de las cuales los electorados determinan a los candidatos y a los partidarios que deberán representarlos en el parlamento y en el gobierno, no están establecidas de tal manera que el resultado electoral refleje honrada y exactamente la voluntad de los electores”

Por ello, el constitucionalismo tiende a proteger la plena vigencia de este derecho como una segura tutela que afirme la intervención popular en la selección de quienes detentarán el poder. Además, es inherente al sistema la periodicidad de funciones de forma tal de evitar la indefinida permanencia en los cargos de personas o grupos, posibilitando que mediante las reglas de sucesión previamente acordadas, los gobernantes roten en su ejercicio. Precisamente como sostenía Madison, “el genio de la libertad republicana parece exigir, por una parte, no sólo que todo el poder proceda del pueblo, sino que aquellos a los que se encomiende, se hallen bajo la dependencia del pueblo, mediante la corta duración de los periodos para los que sean nominados” Y tal es la importancia que cabe asignar a los sistemas electorales, que Alberdi llegó a afirmar que “todo el éxito del sistema republicano en países como los nuestros depende del sistema electoral. No hay pueblo, por limitado que sea, al que no pueda aplicarse la República, si se sabe adaptar a su capacidad el sistema de elección o de su intervención en la formación del poder y de las leyes”

El régimen electoral a través del cual se expresa el sufragio constituye uno de los pilares de un sistema democrático y se traduce en un acuerdo entre los detentadores del poder y los destinatarios del mismo, tendiente a establecer de qué forma obtienen su ejercicio los primeros; cómo lo llevaran a cabo en la práctica y qué medios se instrumentaran para limitar y controlar aquel ejercicio, salvaguardando el ámbito de las libertades y garantías individuales de los habitantes. Así, el presidente y vicepresidente duran cuatro años al igual que los diputados, en tanto los senadores permanecen seis años en el cargo, siendo todos elegidos en forma directa. Por su parte las cámaras se renuevan, la de diputados por mitades cada dos años y la de senadores por tercios cada bienio.
En definitiva: los regímenes electorales no son más que mecanismos a través de los cuales es posible traducir votos en bancas, o dicho de otra forma, la manera de determinar, conforme el sistema aplicable, cuántos cargos corresponden a cada partido según los votos obtenidos en una elección.

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